Nietzsche | El mendigo voluntario (De Friedrich ENGELS)
Así habló Zarathustra*
Después que se separó Zaratustra del mas feo de los hombres, sintió la
sensación de soledad y de frialdad, porque muchos pensamientos
solitarios y glaciales pasaron por su espíritu, de suerte que, a causa
de esto, también sus miembros se enfriaron. Mas como trepaba, cada vez
mas arriba, por montes y valles, unas veces a través de verdes praderas;
otras sobre barrancos agrestes y pedragosos, excavados en otro tiempo
por algún torrente impetuoso, acabó su corazón por reanimarse y
consolarse. ¿Qué es, pues, lo que me ha acontecido?—se pregunto—. Algo
cálido y vivo que debe existir en mi vecindad me reanima. Ya estoy menos
solo; presiento a los compañeros, a los desconocidos hermanos que vagan
en torno mío; su cálido aliento conmueve mi alma.
Más como
mirase alrededor de sí buscando a los que habían de servirle de consuelo
en su soledad, he aquí que divisó unas vacas reunidas sobre una altura;
de ellas procedían la compañía y el olor que habían reanimado su
corazón. Estas vacas parecían seguir atentamente un discurso que se les
dirigía, y no prestaban la menor atención al nuevo visitante. Más cuando
Zarathustra hubo llegado a su lado, oyó distintamente una voz de hombre
que entre ellas se elevaba, y era bien visible que todas ellas tenían
vuelta la cabeza al lado, de su interlocutor.
Entonces
Zaratustra escalo a toda prisa la altura y disperso a los animales, pues
temía no hubiera ocurrido allí alguna desgracia, que la compasión de
las vacas hubiera difícilmente podido remediar. Pero en esto se
equivocaba, pues he aquí que un hombre estaba sentado en tierra y
parecía querer persuadir a los animales de que no tuvieran ningún temor
ante el. Era un hombre pacifico, un dulce predicador de las montanas,
cuyos ojos pregonaban la bondad.
—.¿Qué buscas tú por aquí?—le
interrogo Zarathustra con estupefacción. —.¿Que qué busco
aquí?—respondió— !Lo mismo que tú, aguafiestas! Es decir, la felicidad
sobre la tierra. Por esto quisiera que estas vacas me enseñasen su
sabiduría. Pues sabe que hace ya media mañana que las hablo e iban a
responderme. ¿Por que las has espantado? Si no retrocedemos y no
llegamos a hacernos como las vacas, no podemos entrar en el reino de los
cielos. Pues hay una cosa que deberíamos aprender de ellas: a rumiar.
Y, en verdad, aun cuando el hombre conquistara el mundo entero, si no
aprendía esta única cosa, quiero decir a rumiar, .de que le serviría
todo lo demás? Porque no se desharía de su gran pesar..., de su gran
pesar que hoy se llama hastío. ¿Y quién es el que hoy no tiene llenos de
hastío el corazón, la boca y los ojos? !Tú también! !Tú también! !Pero
mira estas vacas...!
Así habló el predicador de la montana;
después dirigió su mirada hacia Zarathustra..., pues hasta este momento
sus ojos permanecían fijos amorosamente sobre las vacas...; pero, de
pronto, cambio su faz. — ¿A quien estoy hablando?—exclamo espantado,
levantándose al instante. Este es el hombre sin hastío; este es el mismo
Zarathustra, el que ha triunfado del gran hastío; estos son los ojos,
esta es la boca, este es el corazón del mismo Zarathustra.
Y
así hablando, besaba las manos de aquel a quien se dirigía, y sus ojos
se arrasaban de lágrimas; y se comportaba como si un don o un tesoro
precioso le hubiese caído del cielo de repente. Las vacas contemplaban
todo esto asombradas.
—!No hables de mi, atrayente y
extraño!—respondió Zarathustra, evitando sus caricias—. !Háblame
primeramente de ti! No eres tú el mendigo voluntario que hace tiempo
arrojo lejos de si su enorme riqueza?... .No eres el que sintió
vergüenza de la riqueza y de los ricos, el que huyo entre los pobres con
el fin de darles su abundancia y su corazón? Más ellos no te acogieron.
—Bien sabes—dijo el mendigo voluntario—que no me acogieron. Por esto es
por lo que acabe yendo al lado de los animales y de las vacas. —Allí
aprendiste—interrumpió Zarathustra—cuanto mas difícil es dar buenamente;
que el bien dar constituye un arte, la suprema maestría de la bondad
hábil. —Sobre todo, en nuestros días—respondió el mendigo voluntario—,
hoy en que todo lo bajo se levanta ferozmente orgulloso de su casta, de
la casta populachera. Porque tú sabes perfectamente que ha llegado la
hora para la gran insurrección del populacho y de los esclavos; la
funesta, prolongada y lenta insurrección !Crece y crece sin cesar! Hoy
día los pequeños se rebelan contra todo lo que sea beneficioso y
limosna; !Que estén alerta los demasiado ricos! Desgraciado de quien,
semejante a un panzudo frasco, rezuma lentamente a través de un gollete
demasiado estrecho..., porque, al presente, son estos frascos a los que
mas a gusto se rompe el cuello. Lubrica codicia, biliosa envidia, áspera
sed de venganza, orgullo populachero: todo esto me ha dado en el
rostro. No es cierto que los pobres sean bienaventurados. El reino de
los cielos esta entre las vacas. —.Y por que no entre los
ricos?—pregunto Zarathustra para tentarle, mientras impedía que las
vacas olisquearan familiarmente al pacifico apóstol. —. ¿Por que me
tientas?—respondió este—, lo sabes mejor que yo. !Oh Zarathustra! ¿Que
es, pues, lo que me ha impulsado hacia los mas pobres?¿No fue el asco de
nuestros mas ricos?...¿De estos forzados de la riqueza que, con fría
mirada, devorado el corazón por pensamientos de lucro, saben sacar
provecho de todos los montones de basura..., de toda esta inmundicia,
cuya ignominia clama al cielo?... ¿De este populacho dorado y
falsificado, cuyos antepasados tenían las uñas largas, buitres o
traperos, de esta gente con amabilidad para las mujeres, lubrica y
olvidadiza..., que apenas se diferencia de las
prostitutas?
!Populacho en las alturas! !Populacho abajo! !Qué importan ya hoy día
los pobres y los ricos! He olvidado de hacer tal distinción y he huido
muy lejos, cada vez mas lejos, hasta que he llegado al lado de estas
vacas.
Así hablaba el apóstol pacifico y respiraba aguadamente
y sudaba de emoción con sus propias palabras, de suerte que las vacas
se asombraron otra vez. Pero Zarathustra, en tanto que profería estas
duras frases, le miraba a la cara con una sonrisa, moviendo
silenciosamente la cabeza.
—Te estas violentando, predicador de
la montaña, empleando tan duras palabras. No han nacido tus ojos ni tu
boca para semejantes durezas. Ni tampoco tú estomago, según parece: pues
en ningún modo fue hecho para nada que sea cólera u odio rebosante. Tu
estomago tiene necesidad de alimentos mas suaves; tú no eres un
carnicero. Antes bien, me pareces herbívoro y vegetariano. Tal vez
rumias el grano; en todo caso no estas hecho para los goces carnívoros y
te agrada la miel.
—Bien me has adivinado—respondió el mendigo
voluntario, con el corazón aliviado—. Me gusta la miel e igualmente
rumio el grano, porque he buscado lo que tiene buen gusto y perfuma el
aliento. Y también lo que exige mucho tiempo y sirve de pasatiempo y de
golosina a los suaves indolentes y a los haraganes. Estas vacas, a decir
verdad, ganan a todos en este arte: han inventado el rumiar y el
acostarse al sol. También se abstienen de todos los pensamientos graves y
de peso que inflaman el corazón.
—Pues bien—dijo Zarathustra—;
también deberías ver a mis animales, a mi águila y a mi serpiente...;
hoy día no tienen semejante sobre la tierra. Mira: he aquí el camino que
conduce a mi cueva; sé su huésped por esta noche. Y habla con mis
animales de la felicidad de los animales, hasta que yo regrese. Porque
ahora un grito de angustia me llama con premura lejos de ti. También
encontrarás en mi casa miel nueva, miel de doradas colmenas; de una
frescura glacial !Cómela! !Ahora, por mucho que lo sientas, despídete a
toda prisa de tus vacas, hombre atrayente y extraño! Pues son ellas tus
mejores amigos y tus maestros de sabiduría. —Con la excepción de una
solo a quien yo prefiero— respondió el mendigo voluntario—. !Oh
Zaratustra, tú eres tan bueno y aun mejor que una vaca!
—!Vete,
vete, vil adulador!—exclamo Zaratustra, con cólera—. .Por que quieres
corromperme con todas estas alabanzas y con la miel de estas adulación?
!Vete, vete, lejos de mi—exclamo una vez mas, levantando su palo sobre
el afectuoso mendigo; pero este se puso a salvo a toda prisa.
__________________
*Nietzsche, Así habló Zarathustra, trad. Carlos Vergara, Edaf, Buenos Aires, 2005, p. 271 -275
No hay comentarios:
Publicar un comentario