Nietzsche | El más feo de los hombre | De Karl MARX
Así habló Zarathustra*
EL MÁS FEO DE LOS HOMBRES
Y una vez más Zaratustra recorrió bosques y montañas. Sin cesar
buscaban sus ojos, sin que en ninguna parte consiguieran encontrar lo
que él quería ver, el desesperado a quien el gran dolor arrancaba tales
gritos de angustia. A lo largo del camino se alegraba en su corazón y
estaba lleno de agradecimiento:
—¡Cuántas cosas buenas me ha dado
este día, sin duda en compensación del mal comienzo que ha tenido! ¡Qué
interlocutores tan extraños he encontrado! ¡Por el momento, voy a
rumiar largo tiempo sus palabras, como si se tratara de un buen grano;
mis dientes- las masticarán y remasticarán sin descanso, hasta que
corran en el alma como leche!...
Pero, en un recodo del camino
que dominaba una roca, el paisaje cambió de improviso y Zaratustra
penetró en el reino de la muerte. Allí se elevaban arrecifes rojos y
negros y no se advertía ni hierba ni un árbol, ni el canto de un pájaro.
Pues era un valle del que todos los animales, huían incluso los
animales salvajes; únicamente una especie de grandes serpientes verdes,
de horrible aspecto, venían a morir allí cuando llegaba el fin de su
vida. Por esto los pastores llamaban a este valle Muerte de las
Serpientes. Zaratustra se abismó en negros recuerdos, pues le parecía
haberse ya encontrado en este valle. Y una pesadez agobiante presionó su
espíritu: de suerte que comenzó a caminar lentamente, cada vez más
lentamente, hasta que al fin concluyó por detenerse.
Mas
entonces, como abriera los ojos, vio algo que estaba sentado a la vera
del camino, algo que tenía figura humana y que, sin embargo, apenas
tenía nada de humano..., algo indescriptible. Y, bruscamente, Zaratustra
fue acometido de una gran vergüenza por haber visto con sus ojos
semejante cosa: ruborizándose hasta la raíz de sus blancos cabellos,
volvió su mirada, y ya emprendía de nuevo la marcha, a fin de abandonar
aquel lugar nefasto, cuando, de repente, un rumor se elevó del triste
desierto: ascendió
del suelo una especie de gluglú, y de gorgoteo
como cuando el agua barbotea y hace gluglú en la noche en una cañería
obturada; este ruido acabó por transformarse en una voz humana...; esta
voz decía:
—¡Zaratustra, Zaratustra! ¡Adivina mi enigma!
¡Habla, habla! ¿Cuál es la venganza contra el testigo? ¡Detente y vuelve
atrás, eso está a cubierto de escarcha! ¡Pon cuidado, no vaya tu
orgullo a romperse aquí las piernas! ¡Oh Zaratustra orgulloso, tú te
crees sabio! ¡Adivina, pues, el enigma, tú que quiebras las nueces más
duras...; adivina el enigma que soy yo! ¡Habla, pues, ¿quién soy yo?
Pero cuando Zaratustra hubo escuchado estas palabras..., ¿qué pensáis
vosotros que pasó en su alma? Se llenó de compasión; y se desplomó de
golpe, como una encina que habiendo resistido largo tiempo al hacha de
los podadores se desploma de repente pesadamente, espantando a los
mismos que querían derribarla. Más en seguida se levantó del suelo con
una expresión de dureza marcada en su rostro.
—Te reconozco
perfectamente—dijo con voz de bronce—: tú eres el asesino de Dios.
Déjame marchar. ¡Tú no has soportado al que te veía..., al que te veía
constantemente, en todo tu horror, tú, el más feo de los hombres! ¡Te
has vengado de este testigo!
Así hablaba Zaratustra y se disponía a
continuar su camino; pero el indescriptible se agarró a un faldón de sus
vestidos y comenzó a barbotear de nuevo y a buscar sus palabras.
—¡Quédate!—dijo al fin—. ¡Quédate! ¡No pases de largo! He adivinado
cuál era el hacha que te ha derribado. ¡Albricias, Zaratustra, por verte
en pie nuevo! Tú has adivinado, lo sé bien, lo que en su alma siente el
que ha matado a Dios..., el asesino de Dios: ¡Quédate! Siéntate a mi
lado, que no será en balde. ¿Hacia quién iría yo, sino hacia ti?
Quédate, siéntate. ¡Pero no me mires! ¡Honra de ese modo... a mi
fealdad! Me persiguen: ahora tú eres mi refugio supremo.
No es
que me persigan con su odio ni con sus guardias. ¡Oh, yo me burlaría de
semejantes persecuciones, serían mi orgullo y mi alegría! ¿No fueron
alcanzados, hasta ahora, los más grandiosos éxitos por los que más
perseguidos se vieron? Y el que mucho persigue aprende fácilmente a
seguir..., ¿no lo está ya efectuando... por detrás? Pero es su
compasión..., es su compasión lo que yo rehuyo, y contra ello busca en
ti un refugio. ¡Oh Zaratustra, tú, mi supremo refugio, tú, el único que
me has adivinado, protéjeme! ¡Tú has adivinado lo que siente en su alma
el que mató a Dios! ¡Quédate! Y si quieres marcharte, impaciente
viajero, no tomes el camino que yo he traído. Este camino es malo. ¿Vas a
guardarme rencor porque al cabo de demasiado tiempo chapurreo así mis
palabras, porque ya me permito darte consejos? Mas sábelo, yo soy el más
feo de todos los hombres. El de más grandes y pesados pies. Doquiera
por donde yo he pasado, es malo el camino; yo desfondo y destruyo todos
los caminos. Pero bien he visto que querías pasar en silencio por mí
lado y he observado que te sonrojabas; en ello adivino que tú eras
Zaratustra. Otro cualquiera me hubiera arrojado su limosna, su compasión
con la mirada y con sus palabras. Pero no soy bastante mendigo para
aceptar limosna: tú lo has adivinado. ¡Soy demasiado rico, rico en cosas
grandes y formidables, las más feas y las más indescriptibles! ¡Oh
Zaratustra, tu vergüenza me honra! Con gran trabajo he escapado a la
muchedumbre de los misericordiosos, con el fin de encontrar al único que
entre todos enseña hoy día que «la compasión es importuna»... ¡A ti,
Zaratustra!... Ya se trate de la piedad de un Dios o de la piedad de los
hombres, la compasión es una ofensa al pudor. Y el rehusar ayuda puede
ser más noble que esa virtud, demasiado presurosa en socorrer. Es a esta
virtud a la que la gentecilla considera hoy día como la virtud por
excelencia: no tienen nada de respeto para el gran infortunio, para la
gran fealdad, para la gran deformidad. Mi mirada pasa por encima de
todos éstos, como la mirada del mastín pasa por encima de los
bulliciosos rebaños de ovejas. Son seres pequeños, grises y lanudos,
llenos de buena voluntad y de espíritu gregario. Como la garza que con
la cabeza erguida lanza con desprecio su mirada sobre la superficie de
quietos estanques, así dirijo yo desdeñosamente mi vista sobre el gris
hormigueo de la insignificantes olas, de las voluntades pobres, de las
almas ruines. Demasiado tiempo se le ha dado la razón a esta gentecilla:
y de este modo se ha acabado por darles el poder... Y ahora ellos
predican: «Nada es bueno sino lo que la gentecilla llama bueno». Y lo
que hoy día se llama «verdad», es lo que enseña este predicador salido
de sus filas, este extraño santo, este abogado de las gentes ruines, que
afirmaba de sí mismo «yo soy... la verdad». Este presuntuoso ha sido la
causa de que desde hace mucho tiempo las gentes ruines se den
importancia... Al enseñar «yo soy la verdad», ha enseñado un error
craso. ¡Oh Zaratustra! Tú, sin embargo, pasaste ante él diciendo: «¡No!
¡No! ¡Tres veces no!» ¿Se dio nunca respuesta más cortés a semejante
presuntuoso? Tú has puesto a los hombres en guardia contra su .error, tú
fuiste el primero en poner en guardia contra la piedad... hablando, ni
para todo el mundo ni para nadie, sino para ti y tu especie. Tú tienes
vergüenza de la vergüenza de los grandes sufrimientos. Y en verdad,
cuando dices: «De la compasión se eleva una gran nube, ¡oh, humanos,
estad alerta!» Y cuando enseñas: «Todos los creadores son duros, todo
amor grande es superior a su piedad», entonces, ¡oh Zaratustra, cuan
bien me pareces conocer los signos del tiempo! Pero tu mismo...,
¡guárdate de tu propia piedad! Porque hay muchos que hacia ti caminan,
muchos de aquellos que se ahogan y se hielan... Al mismo tiempo, yo
igualmente te pongo en guardia contra mí mismo. Tú has adivinado mi
mejor y mi peor enigma..., quién era yo y lo que he hecho. Yo conozco el
hacha que puede derribarte. No obstante..., fue preciso que murieses:
él miraba con ojos que lo veían todo..., veía las profundidades y los
abismos del hombre, todas sus disimuladas fealdades y vergüenzas. Su
piedad no conocía el pudor: descubría hasta los repliegues más inmundos
de mi ser. Fue preciso que muriera este curioso entre todos los
curiosos, este indiscreto, este misericordioso. A mí me veía
constantemente. Fue preciso que me vengase de semejante testigo; si no,
preferible dejar yo mismo de vivir. ¡El Dios que lo veía todo, incluso
al hombre, tal Dios debía morir! ¡El hombre no soporta que viva
semejante testigo!
Así hablaba el más feo de los hombres. Pero
Zaratustra se levantó, dispuesto a marcharse; se sentía helado hasta en
sus entrañas. —Ser incalificable—dijo—, me has disuadido de seguir tu
camino. Para recompensarte, te recomiendo el mío. Mira: allá arriba está
la cueva de Zaratustra. Mi cueva es espaciosa y profunda y tiene
multitud de recovecos; el más escondido encuentra allí su escondite. Y
cerca de ella hay cien hendiduras y cien guaridas para los animales que
reptan, que vuelan y que saltan. ¡Oh expatriado que te has desterrado a
ti mismo! ¿No quieres vivir en medio de los hombres y de la piedad de
los hombres? ¡Pues bien! ¡Haz como yo! Así también tú aprenderás de mí:
sólo quien obra aprende. Comienza de antemano por conversar con mis
animales! ¡Que el animal más fiero y el animal más astuto sean para
nosotros verdaderos consejeros!
Así hablaba Zaratustra; y
continuó su camino, más pensativo y más despacio que antes, porque a sí
mismo se preguntaba muchas cosas sin encontrar fácil respuesta.
«¡Cuan miserable es el hombre!—pensaba en su corazón—. ¡Cuan feo, cuan
repleto de bilis, cuan lleno de oculta vergüenza! Dicen que el hombre se
ama a sí mismo. ¡Ay, cuan grande debe ser este amor por sí! ¡Cuánto
desprecio necesita vencer cada día; también aquél se amaba y se
despreciaba...; para mí era un gran enamorado y un gran denigrador.
Jamás he hallado a nadie que se despreciara tan profundamente: también
hay elevación en esto. ¡Ay! ¿Era tal vez éste el hombre superior, cuyo
grito de angustia he oído yo? Me agradan los hombres del gran desprecio.
Sin embargo, el hombre es algo que debe ser superado...».
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*Nietzsche, Así habló Zarathustra, trad. Carlos Vergara, Edaf, Buenos Aires, 2005, p. 266 -271
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