domingo, 6 de abril de 2014

Nietzsche | El más feo de los hombre (De Karl Marx)

Nietzsche | El más feo de los hombre | De Karl MARX
Así habló Zarathustra*

EL MÁS FEO DE LOS HOMBRES

Y una vez más Zaratustra recorrió bosques y montañas. Sin cesar buscaban sus ojos, sin que en ninguna parte consiguieran encontrar lo que él quería ver, el desesperado a quien el gran dolor arrancaba tales gritos de angustia. A lo largo del camino se alegraba en su corazón y estaba lleno de agradecimiento:
—¡Cuántas cosas buenas me ha dado este día, sin duda en compensación del mal comienzo que ha tenido! ¡Qué interlocutores tan extraños he encontrado! ¡Por el momento, voy a rumiar largo tiempo sus palabras, como si se tratara de un buen grano; mis dientes- las masticarán y remasticarán sin descanso, hasta que corran en el alma como leche!...

Pero, en un recodo del camino que dominaba una roca, el paisaje cambió de improviso y Zaratustra penetró en el reino de la muerte. Allí se elevaban arrecifes rojos y negros y no se advertía ni hierba ni un árbol, ni el canto de un pájaro. Pues era un valle del que todos los animales, huían incluso los animales salvajes; únicamente una especie de grandes serpientes verdes, de horrible aspecto, venían a morir allí cuando llegaba el fin de su vida. Por esto los pastores llamaban a este valle Muerte de las Serpientes. Zaratustra se abismó en negros recuerdos, pues le parecía haberse ya encontrado en este valle. Y una pesadez agobiante presionó su espíritu: de suerte que comenzó a caminar lentamente, cada vez más lentamente, hasta que al fin concluyó por detenerse.

Mas entonces, como abriera los ojos, vio algo que estaba sentado a la vera del camino, algo que tenía figura humana y que, sin embargo, apenas tenía nada de humano..., algo indescriptible. Y, bruscamente, Zaratustra fue acometido de una gran vergüenza por haber visto con sus ojos semejante cosa: ruborizándose hasta la raíz de sus blancos cabellos, volvió su mirada, y ya emprendía de nuevo la marcha, a fin de abandonar aquel lugar nefasto, cuando, de repente, un rumor se elevó del triste desierto: ascendió
del suelo una especie de gluglú, y de gorgoteo como cuando el agua barbotea y hace gluglú en la noche en una cañería obturada; este ruido acabó por transformarse en una voz humana...; esta voz decía:

—¡Zaratustra, Zaratustra! ¡Adivina mi enigma! ¡Habla, habla! ¿Cuál es la venganza contra el testigo? ¡Detente y vuelve atrás, eso está a cubierto de escarcha! ¡Pon cuidado, no vaya tu orgullo a romperse aquí las piernas! ¡Oh Zaratustra orgulloso, tú te crees sabio! ¡Adivina, pues, el enigma, tú que quiebras las nueces más duras...; adivina el enigma que soy yo! ¡Habla, pues, ¿quién soy yo?

Pero cuando Zaratustra hubo escuchado estas palabras..., ¿qué pensáis vosotros que pasó en su alma? Se llenó de compasión; y se desplomó de golpe, como una encina que habiendo resistido largo tiempo al hacha de los podadores se desploma de repente pesadamente, espantando a los mismos que querían derribarla. Más en seguida se levantó del suelo con una expresión de dureza marcada en su rostro.

—Te reconozco perfectamente—dijo con voz de bronce—: tú eres el asesino de Dios. Déjame marchar. ¡Tú no has soportado al que te veía..., al que te veía constantemente, en todo tu horror, tú, el más feo de los hombres! ¡Te has vengado de este testigo!
Así hablaba Zaratustra y se disponía a continuar su camino; pero el indescriptible se agarró a un faldón de sus vestidos y comenzó a barbotear de nuevo y a buscar sus palabras.

—¡Quédate!—dijo al fin—. ¡Quédate! ¡No pases de largo! He adivinado cuál era el hacha que te ha derribado. ¡Albricias, Zaratustra, por verte en pie nuevo! Tú has adivinado, lo sé bien, lo que en su alma siente el que ha matado a Dios..., el asesino de Dios: ¡Quédate! Siéntate a mi lado, que no será en balde. ¿Hacia quién iría yo, sino hacia ti? Quédate, siéntate. ¡Pero no me mires! ¡Honra de ese modo... a mi fealdad! Me persiguen: ahora tú eres mi refugio supremo.

No es que me persigan con su odio ni con sus guardias. ¡Oh, yo me burlaría de semejantes persecuciones, serían mi orgullo y mi alegría! ¿No fueron alcanzados, hasta ahora, los más grandiosos éxitos por los que más perseguidos se vieron? Y el que mucho persigue aprende fácilmente a seguir..., ¿no lo está ya efectuando... por detrás? Pero es su compasión..., es su compasión lo que yo rehuyo, y contra ello busca en ti un refugio. ¡Oh Zaratustra, tú, mi supremo refugio, tú, el único que me has adivinado, protéjeme! ¡Tú has adivinado lo que siente en su alma el que mató a Dios! ¡Quédate! Y si quieres marcharte, impaciente viajero, no tomes el camino que yo he traído. Este camino es malo. ¿Vas a guardarme rencor porque al cabo de demasiado tiempo chapurreo así mis palabras, porque ya me permito darte consejos? Mas sábelo, yo soy el más feo de todos los hombres. El de más grandes y pesados pies. Doquiera por donde yo he pasado, es malo el camino; yo desfondo y destruyo todos los caminos. Pero bien he visto que querías pasar en silencio por mí lado y he observado que te sonrojabas; en ello adivino que tú eras Zaratustra. Otro cualquiera me hubiera arrojado su limosna, su compasión con la mirada y con sus palabras. Pero no soy bastante mendigo para aceptar limosna: tú lo has adivinado. ¡Soy demasiado rico, rico en cosas grandes y formidables, las más feas y las más indescriptibles! ¡Oh Zaratustra, tu vergüenza me honra! Con gran trabajo he escapado a la muchedumbre de los misericordiosos, con el fin de encontrar al único que entre todos enseña hoy día que «la compasión es importuna»... ¡A ti, Zaratustra!... Ya se trate de la piedad de un Dios o de la piedad de los hombres, la compasión es una ofensa al pudor. Y el rehusar ayuda puede ser más noble que esa virtud, demasiado presurosa en socorrer. Es a esta virtud a la que la gentecilla considera hoy día como la virtud por excelencia: no tienen nada de respeto para el gran infortunio, para la gran fealdad, para la gran deformidad. Mi mirada pasa por encima de todos éstos, como la mirada del mastín pasa por encima de los bulliciosos rebaños de ovejas. Son seres pequeños, grises y lanudos, llenos de buena voluntad y de espíritu gregario. Como la garza que con la cabeza erguida lanza con desprecio su mirada sobre la superficie de quietos estanques, así dirijo yo desdeñosamente mi vista sobre el gris hormigueo de la insignificantes olas, de las voluntades pobres, de las almas ruines. Demasiado tiempo se le ha dado la razón a esta gentecilla: y de este modo se ha acabado por darles el poder... Y ahora ellos predican: «Nada es bueno sino lo que la gentecilla llama bueno». Y lo que hoy día se llama «verdad», es lo que enseña este predicador salido de sus filas, este extraño santo, este abogado de las gentes ruines, que afirmaba de sí mismo «yo soy... la verdad». Este presuntuoso ha sido la causa de que desde hace mucho tiempo las gentes ruines se den importancia... Al enseñar «yo soy la verdad», ha enseñado un error craso. ¡Oh Zaratustra! Tú, sin embargo, pasaste ante él diciendo: «¡No! ¡No! ¡Tres veces no!» ¿Se dio nunca respuesta más cortés a semejante presuntuoso? Tú has puesto a los hombres en guardia contra su .error, tú fuiste el primero en poner en guardia contra la piedad... hablando, ni para todo el mundo ni para nadie, sino para ti y tu especie. Tú tienes vergüenza de la vergüenza de los grandes sufrimientos. Y en verdad, cuando dices: «De la compasión se eleva una gran nube, ¡oh, humanos, estad alerta!» Y cuando enseñas: «Todos los creadores son duros, todo amor grande es superior a su piedad», entonces, ¡oh Zaratustra, cuan bien me pareces conocer los signos del tiempo! Pero tu mismo..., ¡guárdate de tu propia piedad! Porque hay muchos que hacia ti caminan, muchos de aquellos que se ahogan y se hielan... Al mismo tiempo, yo igualmente te pongo en guardia contra mí mismo. Tú has adivinado mi mejor y mi peor enigma..., quién era yo y lo que he hecho. Yo conozco el hacha que puede derribarte. No obstante..., fue preciso que murieses: él miraba con ojos que lo veían todo..., veía las profundidades y los abismos del hombre, todas sus disimuladas fealdades y vergüenzas. Su piedad no conocía el pudor: descubría hasta los repliegues más inmundos de mi ser. Fue preciso que muriera este curioso entre todos los curiosos, este indiscreto, este misericordioso. A mí me veía constantemente. Fue preciso que me vengase de semejante testigo; si no, preferible dejar yo mismo de vivir. ¡El Dios que lo veía todo, incluso al hombre, tal Dios debía morir! ¡El hombre no soporta que viva semejante testigo!

Así hablaba el más feo de los hombres. Pero Zaratustra se levantó, dispuesto a marcharse; se sentía helado hasta en sus entrañas. —Ser incalificable—dijo—, me has disuadido de seguir tu camino. Para recompensarte, te recomiendo el mío. Mira: allá arriba está la cueva de Zaratustra. Mi cueva es espaciosa y profunda y tiene multitud de recovecos; el más escondido encuentra allí su escondite. Y cerca de ella hay cien hendiduras y cien guaridas para los animales que reptan, que vuelan y que saltan. ¡Oh expatriado que te has desterrado a ti mismo! ¿No quieres vivir en medio de los hombres y de la piedad de los hombres? ¡Pues bien! ¡Haz como yo! Así también tú aprenderás de mí: sólo quien obra aprende. Comienza de antemano por conversar con mis animales! ¡Que el animal más fiero y el animal más astuto sean para nosotros verdaderos consejeros!

Así hablaba Zaratustra; y continuó su camino, más pensativo y más despacio que antes, porque a sí mismo se preguntaba muchas cosas sin encontrar fácil respuesta.

«¡Cuan miserable es el hombre!—pensaba en su corazón—. ¡Cuan feo, cuan repleto de bilis, cuan lleno de oculta vergüenza! Dicen que el hombre se ama a sí mismo. ¡Ay, cuan grande debe ser este amor por sí! ¡Cuánto desprecio necesita vencer cada día; también aquél se amaba y se despreciaba...; para mí era un gran enamorado y un gran denigrador. Jamás he hallado a nadie que se despreciara tan profundamente: también hay elevación en esto. ¡Ay! ¿Era tal vez éste el hombre superior, cuyo grito de angustia he oído yo? Me agradan los hombres del gran desprecio. Sin embargo, el hombre es algo que debe ser superado...».
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*Nietzsche, Así habló Zarathustra, trad. Carlos Vergara, Edaf, Buenos Aires, 2005, p. 266 -271

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